13 de septiembre de 2025

Estados Unidos se vende al mundo como la tierra de la libertad, el lugar donde cualquiera puede cumplir el famoso “sueño americano”. Sin embargo, detrás del eslogan se esconde una verdad incómoda: el racismo no solo es una herida mal cerrada, sino el mismo pilar sobre el que se construyó la nación.

Una nación fundada sobre contradicciones

En 1776, mientras los padres fundadores proclamaban que “todos los hombres son creados iguales”, millones de africanos seguían encadenados en campos de algodón y arroz. A los pueblos indígenas se les arrebataban tierras a punta de fusil, y a las mujeres se les negaba voz en cualquier decisión política. Estados Unidos nació con un doble discurso: libertad para unos pocos, opresión para muchos.

El mito de la “pureza americana”

Aunque su sociedad se formó con inmigrantes europeos, rápidamente inventaron la idea de una América blanca, anglosajona y protestante. Irlandeses, italianos, polacos y judíos fueron primero rechazados y humillados, hasta que poco a poco fueron absorbidos dentro de la categoría de “blancos”. Fue una construcción arbitraria, diseñada para mantener fuera a quienes no encajaban.

Orgullo construido sobre tierras robadas

El relato heroico del “pionero” y el “Viejo Oeste” esconde lo que realmente ocurrió: un genocidio indígena. Cientos de naciones fueron desplazadas, exterminadas o confinadas a reservas para dejar paso a colonos que, hoy, presumen de las tierras que jamás les pertenecieron. El orgullo nacional se levantó sobre una base de sangre y despojo.

La sombra de la esclavitud

La economía de Estados Unidos creció gracias al sudor forzado de millones de esclavizados africanos. Y cuando finalmente se abolió la esclavitud, surgió un nuevo monstruo: la segregación racial. Durante casi un siglo, leyes de “Jim Crow” impusieron escuelas, transportes y servicios separados para blancos y negros. Aunque esas leyes se eliminaron en los años 60, el racismo estructural sigue vivo en la policía, en la política y en la economía.

El eterno miedo al “otro”

Cada ola de inmigración en EE. UU. ha sido recibida con miedo y odio. A los chinos se les persiguió en el siglo XIX, a los mexicanos se les criminalizó en el XX, y a los musulmanes y latinos se les estigmatiza hoy. El racismo no es solo un prejuicio cultural: es una herramienta política para mantener jerarquías, para que siempre haya un grupo “abajo” que sostenga el privilegio de quienes se creen “arriba”.

Nacionalismo y mito de grandeza

El llamado “Destino Manifiesto” y la idea de que EE. UU. es el “pueblo elegido” justificaron invasiones, saqueos y políticas imperialistas. Pero también sirvieron para borrar la historia de injusticias internas. Reconocer que son una mezcla de pueblos, que sus tierras fueron robadas y que su grandeza se levanta sobre cadáveres, pondría en jaque todo su relato nacional.

El lado oscuro de Estados Unidos: de colonias rebeldes a imperio de abusos

Estados Unidos suele presentarse ante el mundo como el modelo de libertad, democracia y progreso. Sin embargo, su historia está manchada por contradicciones profundas y prácticas que desmienten ese discurso. Nació arrebatando tierras a pueblos originarios y construyó sus cimientos sobre la sangre de esclavos africanos e indígenas expulsados de sus territorios. Lo que se enaltece como el “sueño americano” no es más que un relato que oculta siglos de abuso, desigualdad y violencia sistemática.

Las trece colonias que se rebelaron contra Inglaterra lo hicieron bajo el lema de la libertad, pero olvidaron aplicar esos principios a quienes habitaban el continente mucho antes que ellos. Sin representación política en el Parlamento británico, los colonos alzaron la bandera de la independencia en 1776, proclamando que “todos los hombres son creados iguales”. Sin embargo, esa igualdad no incluyó ni a esclavos, ni a indígenas, ni a mujeres.

Lejos de corregir ese rumbo, tras su independencia, Estados Unidos adoptó una política de expansión territorial y dominación. Primero fue el despojo interno, con guerras y tratados forzados que expulsaron a comunidades enteras de sus tierras. Después, el país extendió su ambición más allá de sus fronteras. México perdió más de la mitad de su territorio, Puerto Rico quedó bajo dominio colonial y América Latina fue convertida en un patio trasero bajo la Doctrina Monroe.

Y la historia no quedó en el pasado. Estados Unidos ha mantenido esa política de abuso y ambición en los siglos posteriores. Donde otros países ven aliados, Washington ve piezas de ajedrez que puede mover a su conveniencia. A través de la extorsión política y económica, el robo de genios y cerebros, el control tecnológico, golpes de Estado y asesinatos dirigidos, ha intervenido en cada rincón del planeta. Desde la Guerra Fría hasta la actualidad, su estrategia se basa en asegurar que ningún país débil pueda levantarse sin antes rendir cuentas al “gigante del norte”.

Hoy, mientras proclama ser defensor de los derechos humanos, su propio pueblo sufre desigualdad racial, pobreza extrema y un sistema político que responde más a las corporaciones que a los ciudadanos. Estados Unidos sigue siendo un imperio, disfrazado de democracia ejemplar, que alimenta su grandeza con el sometimiento de otros. La pregunta que queda en el aire es: ¿hasta cuándo podrá sostener ese relato sin enfrentar las consecuencias de su propia hipocresía histórica?


Conclusión

Estados Unidos es un país de inmigrantes, sí, pero obsesionado con una pureza que nunca existió. Su racismo no es un accidente ni un error: es una estrategia histórica de control, una manera de sostener un sistema que predica igualdad mientras practica exclusión.

Y mientras sigan ocultando su propio pasado bajo banderas y discursos patrióticos, la gran contradicción seguirá allí: un país que presume de libertad pero teme a la diversidad que, en realidad, lo hizo posible.

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